¿El auge actual del movimiento en defensa de los animales implica un alejamiento creciente con respecto a la masculinidad patriarcal?
Las relaciones entre el feminismo, el ecologismo y el animalismo no están exentas de incomprensión y desencuentros. El ecofeminismo explora la interseccionalidad de las dominaciones. Trato de responder a la pregunta inicial en un artículo que me acaba de publicar El Diario.es en la sección El Caballo de Nietzsche, y que os reproduzco aquí:
La situación de los animales no humanos es la peor de todas las épocas desde que comparten el planeta con el anthropos.
Por un lado, la crisis ecológica generada por el modelo devastador de
desarrollo pone a la fauna silvestre al borde de la extinción. Por otro,
se ha construido un sistema monstruoso de campos de exterminio en el
que millones de animales destinados al consumo o a la experimentación
son privados de toda libertad y sometidos a atroces sufrimientos hasta
la muerte. Sin embargo, cada vez son más los jóvenes que se adhieren a
la causa animalista desde la publicación, a mediados de los años setenta
del siglo XX, del libro Animal Liberation del
filósofo australiano Peter Singer. Se trata de un tema clave de nuestro
tiempo, un tiempo en el que Occidente comienza a descubrir el parentesco
que nos une a todos los animales, humanos y no humanos, cuerpos con
mentes, con conciencia y sentimientos, sujetos de una vida. Porque, sin
ninguna duda, estamos tomando conciencia del parentesco y la continuidad
entre los “terrícolas”, esa condición común que subraya un documental
que todo el mundo debería ver y que tendría que ser material de análisis
y reflexión en la enseñanza media y universitaria: Earthlings (puede verse online).
El concepto de género como construcción sociocultural e histórica de
las diferencias entre los sexos ha permitido analizar el modelo
tradicional del guerrero y sus variantes contemporáneas desde nuevas
claves. La iniciación a la masculinidad estereotipada siempre incluye un
elemento de violencia. Como sugiere con profundidad, finura y gran
elocuencia la película In the Valley of Elah (proyectada con tres títulos distintos en países de habla castellana: En el valle de Elah, Valle de las sombras y La conspiración),
existen vínculos subterráneos, por lo común desapercibidos, entre la
violencia contra las mujeres y contra los animales, las prácticas
sádicas y la socialización masculina para la guerra. En su estudio Chicos son, hombres serán
(ed. Horas y Horas, 1991) sobre la violencia masculina en USA, la
psicóloga social Myriam Miedzian desvelaba que algunos instructores
militares de su país exigían a los jóvenes en período de formación que
mataran a “la mujer que tienen dentro”, obligándoles, para demostrar que
lo habían logrado, a matar a un cachorrillo de perro que habían tenido
que cuidar durante los meses de entrenamiento; también mostraba que en
los círculos diplomáticos y políticos las actitudes conciliadoras que
buscaban evitar el enfrentamiento armado eran vistas como poco viriles,
como “afeminadas”.
Los animales no humanos sirven, a menudo, de medio para
la construcción de una identidad viril concebida históricamente como
separación con respecto a los sentimientos de empatía y compasión por el
Otro. Pensemos, por ejemplo, en la tortura y muerte de animales como
diversión de la pandilla de niños o adolescentes, o en la caza deportiva
que podemos definir como guerra sistemática declarada a los animales
silvestres por individuos generalmente de sexo masculino. En la
actualidad, las redes sociales son una ventana abierta a esta violencia
desatada contra los animales, tanto para mal (individuos que cuelgan los
videos sádicos que han grabado o las fotos de sus supuestas hazañas)
como para bien (campañas de denuncia y peticiones de castigo judicial de
los abusos). Esta violencia contra criaturas indefensas tiene dos
objetivos fundamentales: experimentar la voluntad de poder y afirmar y
solicitar el reconocimiento de su identidad de género bipolarizada
obtenida por la represión de los sentimientos de compasión. El “duro” es
un resultado de técnicas de género específicas que proceden a extirpar
características previamente definidas como propias del sexo femenino. La
construcción del héroe es una peligrosa empresa que no siempre resulta
exitosa y puede, fácilmente, producir villanos.
En
esta lógica patriarcal, la mujer aparece como figura caracterizada por
la emocionalidad y la debilidad de la que hay que diferenciarse para ser
“superior”, inconmovible e imperturbable ante espectáculos o acciones
violentas que ella, se supone, no sería capaz de realizar. De ahí que
algunas (felizmente escasas) mujeres traten de lograr un reconocimiento
similar al del varón exhibiendo conductas carentes de toda compasión en
actividades como la caza o el toreo. Tratan, así, de desafiar las normas
de género y la discriminación sexista, sin ver que, de esta forma,
están aceptando el canon androcéntrico que ha devaluado virtudes del
cuidado calificadas de “femeninas” y sobreestimado y hasta exigido en
los varones actitudes y costumbres destructivas que se han considerado
“masculinas”.
Los varones que defienden a los animales no humanos son disidentes de lo que llamo orden patriarcal especista.
Lo son, consciente o inconscientemente, al menos en ese aspecto. En la
causa de los animales late una potente redefinición de la masculinidad,
una evolución fundamental que permitiría un salto cualitativo de la
humanidad y que conecta con el ecofeminismo. Porque la igualdad de
género puede ser comprendida y concretada de dos maneras. La primera,
androcéntrica, como inclusión de las mujeres en el modelo patriarcal,
exige el abandono de la conexión emocional, la empatía y los valores del
cuidado y la compasión por parte de las mujeres. La segunda, resultado
de una conciencia crítica ecofeminista animalista, implica el desarrollo
de esa conexión y esos valores por parte de todos los seres humanos
independientemente de su sexo-género. Esta es una de las razones por las
que veo con claridad un lazo profundo entre feminismo y animalismo, a
pesar de todos los desencuentros e incomprensiones mutuas que aún los
separan. Este vínculo me parece uno de los temas fundamentales del
ecofeminismo en tanto redefinición de nuestra especie y de sus
relaciones con las demás.
La perspectiva
ecofeminista implica la revisión de una serie de dualismos vertebradores
de nuestro pensamiento: Naturaleza/Cultura, animal/humano,
afectividad/intelecto, cuerpo/mente... A través de la Historia, estos
pares de opuestos jerarquizados han estado relacionados con la
caracterización patriarcal de la diferencia de los sexos. Esta es una de
las conexiones teóricas que hacen pertinente el enfoque feminista de la
cuestión ontológica, ética y política de la relación del ser humano con
los demás seres vivos.
El ecofeminismo demanda la
reconciliación con los cuerpos y con su materialidad vulnerable.
Recuerda que existe un amor sin odio, un deseo sin cosificación ni
violencia. Al rechazar todo sistema de dominación, denunciando sus
implicaciones patriarcales, el ecofeminismo llama a superar la violencia
estructural contra la naturaleza humana y no humana, así como los
prejuicios antropocéntricos que legitiman la violencia contra los
animales. Lo que desde una perspectiva sexista y androcéntrica aparecía
como sentimientos y actitudes femeninas o feminizadas, ridiculizadas,
minusvaloradas, adquieren un nuevo status, ahora político, vinculado a
una nueva comprensión del ser humano, de la diversidad y de esos otros
seres a los que se suele incluir en los conceptos de “carne” y de
“recursos naturales”. El ecofeminismo nos orienta, así, hacia un mundo
más justo, en que la opresión no se legitime por prejuicios y jerarquías
de sexo, raza, clase, opción sexual, edad o capacidades, en el que se
respete a los animales no humanos como individuos capaces de sufrir
física y emocionalmente y en el que se cuide de la Tierra que nos
sustenta, pensando que no sólo es nuestra, sino de las generaciones
futuras y del resto de los seres vivos. En Ecofeminismo para otro mundo posible
(ed. Cátedra, 2011) hice una reinterpretación del mito griego del
Minotauro con la que querría terminar estas líneas. Es, a mi juicio, un
símbolo de esos hombres y mujeres que han decidido dar su voz a los que
no tienen voz. Las y los defensores de los animales son la nueva Ariadna
y el nuevo Teseo que ya no odian la animalidad de sus cuerpos ni
aceptan una cultura basada en la dominación y la violencia sobre el
Otro, reducido a mero cuerpo. Juntos entran en el laberinto del mundo y
liberan al Minotauro porque saben que la humanidad plena no se alcanza
por la negación y el odio al Otro vulnerable, sino por la luz de la
empatía, la justicia y la compasión.