La Historia de la Filosofía tiene una
asignatura pendiente: reconocer a las pensadoras. Los manuales no suelen
hablarnos de ellas. Fueron pocas porque, para decirlo en palabras de Virginia
Woolf, las mujeres siempre carecieron de “una habitación propia”. No podían,
como los hombres, retirarse a escribir sin ser requeridas para las obligaciones
domésticas. De las más antiguas, como Hipatia de Alejandría, cuya figura fue recuperada por el cine de Amenábar (Agora, 2009), se conservan escasos
documentos. Esta puede ser una excusa para no recordarlas: se dice que no existieron. No es el caso de las
filósofas contemporáneas, a las que sólo el auge reciente de las
investigaciones sobre mujeres, feminismo y género ha dado el reconocimiento que merecen.
Simone de Beauvoir es un caso paradigmático ya que ni ella misma se consideraba
filósofa porque, afirmaba, no había creado un sistema conceptual propio. La
humildad no es la virtud más común en los filósofos, por lo que, cuando existe,
es digna de ser mencionada. Hoy, con el declive de los grandes sistemas
filosóficos explicativos y la redefinición de la filosofía como pensamiento
crítico sin pretensiones absolutas, se ha podido apreciar mejor la aportación filosófica
beauvoireana. Se ha visto que, en algunos aspectos, se acerca más al
pensamiento actual que la de su admirado Sartre. El interés de Beauvoir por los
condicionamientos sociales a la libertad constituye el núcleo de su
originalidad y de la fuerza de su pensamiento. Esta característica se manifesta ya su obra ¿Para qué la acción? (1944). En
ella, esboza una ética existencialista que reivindica la figura de Pirro, uno
de los tipos humanos presentados en las Vidas
paralelas de Plutarco. El reflexivo Cineas, amigo y consejero de Pirro, le
pregunta a éste para qué se lanza a sus conquistas si su objetivo final es el
reposo. ¿No sería más sabio empezar por
eso? ¿Para qué actuar en el mundo?
Beauvoir cita el consejo final de Cándido,
el relato filosófico de Voltaire: hay que limitarse a cultivar nuestro jardín.
Sin embargo, señala la filósofa, la extensión de ese jardín depende de nuestro
proyecto: para unos se limita a sus intereses egoístas, para otros, el jardín
es el mundo. Las acciones buenas serán aquellas que favorezcan el ejercicio de
la libertad de los demás. Malas serán las que lo restrinjan. En tanto existencialista,
Beauvoir es una pensadora de la libertad pero, a diferencia de Sartre, sostiene
que existe una jerarquía de situaciones porque hay personas a las que se deja
poco margen para ejercer su libertad y otras que tienen mayores posibilidades
de hacerlo. El compromiso con los otros
es lo que da sentido a la acción como trascendencia. Tras largas discusiones,
Sartre aceptará la distinción de Beauvoir, corrigiendo su cartesianismo inicial
que veía a todos los sujetos igualmente libres. Nuestra filósofa prefiguraba
las conceptualizaciones postmodernas al
atender a la construcción discursiva y social de las subjetividades.
La
filosofía moral y política de Beauvoir se concreta en dos obras mayores: El Segundo Sexo y La Vejez. En
ambas, articula la noción hegeliana de
Otro con la experiencia vivida, mostrando el carácter político de
categorías aparentemente sólo biológicas como “mujeres” y “ancianos”. Utilizo aquí el término “político” no en
el sentido estrecho de aquello que tiene lugar en partidos y gobiernos, sino en
el de la Escuela
de Frankfurt, que alude a las relaciones de poder que atraviesan la sociedad
entera. A mujeres y ancianos se les atribuye una serie de definiciones sociales
restrictivas, observa Beauvoir. En El
Segundo Sexo (1948), su obra más famosa, argumenta que si el ser humano no tiene una esencia fija, sino que es
"existencia" _o sea, libertad para proyectarse, autonomía_ el hecho de
que a las mujeres se les dé tan pocas opciones de realización personal (su
único destino honorable era ser esposa y madre), implicaba que se les impedía
realizarse como seres humanos plenos. En otras palabras, es injusto definir a
la mujer como “esencia”, como algo fijo,
mientras se concibe al hombre como “existencia”, dinámica y
trascendente. Su famoso lema "No
se nace mujer, se llega a serlo" marca el origen de la crítica al Eterno
Femenino a partir de criterios constructivistas. Veinte años después de
la publicación de este libro, resurgía el feminismo como movimiento. Había
desaparecido tras la conquista del voto por las sufragistas en el primer tercio
del siglo XX. Las líderes y pensadoras de esta Segunda Ola se declararon “hijas
de Beauvoir”. La lectura de El Segundo
Sexo les había llevado a examinar críticamente la situación subordinada de
las mujeres, los límites que la sociedad les imponía, su reclusión en el ámbito
doméstico y las definiciones estereotipadas de su papel e identidad. Fueron a verla a París. Beauvoir estaba
sorprendida del alcance de su obra. Ahora podemos decir que cambió las
sociedades modernas y continúa haciéndolo en el sentido de la libertad y la igualdad.